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oscar niemeyer : o la vida armada de curvas

Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares Filho [Río de Janeiro, 15 de diciembre de 1907] es arquitecto, brasileño y comunista. Considerado uno de los nombres más influyentes de la arquitectura moderna internacional. Ha sido y es pionero en la exploración de las posibilidades constructivas y plásticas del hormigón armado. Fidel Castro una vez dijo: "Niemeyer y yo somos los últimos comunistas de este planeta."

Concreto armado, hormigón armado, mallazo o betón :
técnica constructiva que consiste en la utilización de hormigón reforzado con barras o mallas de acero, llamadas armaduras. También es posible armarlo con fibras, tales como fibras plásticas, fibra de vidrio, fibras de acero o combinaciones de barras de acero con fibras dependiendo de los requerimientos a los que estará sometido. El hormigón armado es de amplio uso en la construcción siendo utilizado en edificios de todo tipo, caminos, puentes, presas, túneles y obras industriales. [según wikipedia]
 
     
 
  niemeyer   ... ananá : galeano

... explicación del porqué : vidal aguirre

... inventor de un futuro con curvas :
nepomuceno


... el coraje de la ética : massad y guerrero
   
 
  [tom jobim > wave]  
 
 
 
   
 
 
   
 
 
como para introducción : ananá

  catedral
   

El ananá, o abacaxi, que los españoles llamaron piña, tuvo mejor suerte [que el maíz o la hoja de coca, ndm36].

Aunque venía de América, este manjar de alta finura fue cultivado en los invernaderos del rey de Inglaterra y del rey de Francia, y fue celebrado por todas las bocas que tuvieron el privilegio de probarlo.

Y siglos después, cuando ya las máquinas lo despojaban de su penacho y lo desnudaban y le arrancaban los ojos y el corazón y lo despedazaban para meterlo en latas a ritmo de cien frutas por minuto, Oscar Niemeyer le ofreció, en Brasilia, el homenaje que merecía.

El ananá se convirtió en catedral.

[eduardo galeano, en Espejos]
 
 
 
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como para explicación del porqué

Niemeyer comparte con Le Corbusier el necesario carácter útil de la construcción, la pureza de las lineas y la búsqueda de la luz. Pero Niemeyer no nació en la gélida y encajonada Suiza sino en el Brasil. Y ahí, en la caja de concreto, la luz entra con todo : debe entrar con árboles y flores al edificio cual sea. La caja se abre y, liviana, se hace concepto pero no concepto enlatado al cuadrado. Pues antes es edificio, es decir de veras para vivir o más, para vivirlo.

El concepto ese toma vida y como por efecto de realismo mágico se torna linea curva. Que el senado es lugar de reflexión, como domo la linea curva hacia abajo. Que el parlamento es lugar donde se expresa el pueblo, como brazos abiertos la linea curva hacia arriba. La casa se encuentra entre árboles, su perímetro se ablanda de manera a no tener que tumbar ni uno y la casa se acopla al bosque, a la naturaleza. Las lineas son rectas cuando quieren expresar poder y son verticales como buscando el cielo. Las horizontales lo son cuando necesario como para no marear, o no abusar pues el piso es para caminar. La cuestión es siempre manosear el duro y rígido concreto para dar forma al edificio, es decir dar vida pues un edificio es para vivir y vivirlo.

Y ahí tienes el porqué de las cosas. Porqué hemos escogido trazados de Niemeyer como símbolos para diseñar este portal y otras imágenes de representación de sansan.republic. Algo conchudamente eso sí pero como referente de expresión y pensar. Sin permiso pero con devoción a una misma causa bien sencilla : la vida a patadas con las cajas cuadradas, encuadradas, encuadrantes. La vida con mucha luz, con flores y todo para vivir o más, para vivirla.

[vidal aguirre]
 
 
 
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  a punto de cumplir los 100 años, el arquitecto brasileño sigue creyendo en la revolución

 
oscar niemeyer : inventor de un futuro con curvas

  niteroi
   

Con un siglo a cuestas conserva sus convicciones revolucionarias y las ganas de trabajar a diario en su estudio de arquitectura de Río de Janeiro. En ese refugio contra la soledad, también recibe a sus amigos y dialoga con los recuerdos de una existencia enfrentada a la rigidez de los ángulos rectos, como lo demuestra su invención más famosa, Brasilia. A punto de cumplir 100 años el próximo 15 de diciembre del 2007, acaba de ser notificado que se construirá en España un gran centro cultural diseñado por él, con su nombre.


Hace unos quince años, cierto atardecer de pereza, cercado de amigos en su estudio de Copacabana, Oscar Niemeyer dijo cómo le gustaría aparecer en las enciclopedias y libros de arquitectura. Un registró corto, que no dijera nada más: “Niemeyer, Oscar: brasileño, arquitecto; vivió entre amigos, creyó en el futuro”. Sin embargo, a esa altura, las enciclopedias y libros ya registraban páginas y páginas sobre ese brasileño inquieto, amigo de sus amigos, que cree en el futuro mientras sigue persiguiendo, a los 99 años de una vida vivida a cada minuto, la gracia y la levedad. Solamente sobre su trabajo hay alrededor de 40 libros en idiomas tan lejanos como el griego o el japonés. Nunca leyó ninguno.

En las obras que creó y esparció por medio mundo, aparecen la obstinación con que persigue lo nuevo y la asombrosa capacidad de inventar espacios cada vez más amplios para los osados vuelos de su imaginación.

Brasilia es el marco más conocido de su obra. La confluencia de lo que hizo antes y el anuncio de lo que haría después. Pero para Niemeyer no es más que eso: un marco. “Brasilia no es fundamental en mi trabajo”, dice el autor de sus palacios. “Me ha gustado hacer lo que hice porque fue un momento de optimismo, cuando todos creían que Brasil iba a mejorar, pero es una parte de mi trabajo. Una arquitectura diferente, por cierto. En Brasilia, los palacios pueden gustarle o no, pero jamás podrá decir que antes había visto algo igual. Un Congreso como aquél, una catedral como aquella... Puede que haya visto mejores, pero iguales, no. Eso es Brasilia”.

Autor de alrededor de mil proyectos, de los cuales más de la mitad se construyeron, sigue trabajando sin pausas. El 15 de diciembre del 2007 cumple su primer centenario. Y mientras los cien años no llegan, continúa con su rutina rigurosa.

Va todos los días, de lunes a sábado, a eso de las nueve y media de la mañana, a su estudio, en la última planta de un edificio de los años 30 en el final de la playa de Copacabana. Y allí se queda hasta pasadas las ocho de la noche, cuando suele dirigirse al restaurante Terzetto, en el vecino barrio de Ipanema, para cenar siempre en la misma mesa –la primera a la derecha de quien entra– acompañado por amigos con quienes comparte comida, vino tinto, bromas y recuerdos. Fuma unos puritos holandeses pequeños, suaves y raros, come poco, toma vino tinto con el comedimiento recomendado por el tiempo, oye más de lo que habla, no pierde el humor. A las diez y algo se retira al amplio piso que ocupa en el mismo barrio, llevado por el motorista en un Mercedes Benz blanco. Hace años que dejó de manejar y cuando lo hacía –es el primero en admitirlo– era un peligro ambulante.


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Imaginando lo que vendrá

Cuando le preguntan por qué aún sigue trabajando tanto, la respuesta es siempre la misma: “El trabajo me distrae. A mi edad, más vale estar ocupado, para no pasar el tiempo pensando tonterías”. Cuenta que le gusta quedarse solo en su despacho, repasando la vida e imaginando lo que vendrá. “A veces, el pasado aparece y recuerdo mis hermanos, los amigos ya perdidos para siempre, y entonces una tristeza mansa y silenciosa me invade. Otras veces lo que irrumpe es la miseria del mundo, esa miseria inmensa que los más ricos aceptan, indiferentes”.

“Soy radical”, afirma y reitera, con ligeras variantes, a lo largo de las últimas muchas décadas. Y para no dejar ninguna duda, escribió a mano, en la pared que está justo a la entrada de su estudio: “Cuando la vida se degrada y la esperanza huye del corazón de los hombres, la revolución es el camino a seguir”.

Antes, hubo otras frases. Él mismo las renueva cada tanto. Ésta, la de ahora, fue modificada; decía: “Cuando la miseria se multiplica y la esperanza huye del corazón de los hombres... Sólo la revolución”. Quiso ser más explícito.

Manifestar su indignación es, para Niemeyer, algo tan esencial como el aire de cada mañana. En los años de la dictadura militar, en uno de los tantos interrogatorios a que fue sometido, sus inquisidores quisieron saber cómo pretendía cambiar la arquitectura. “No quiero cambiar la arquitectura, lo que quiero es cambiar esa sociedad de mierda”, contestó con serenidad. Fue fichado como correspondía: subversivo del más alto grado. Y, encima, comunista.

“Nunca me callé. Nunca oculté mi posición de comunista. Es necesario protestar contra la miseria, las injusticias, las desigualdades. La arquitectura no cambia la vida de los pobres, para cambiarla hay que salir a la calle y protestar”, aclaró poco después de cumplir los 99.


 
El desafío de inventar

Almuerza todos los días en la mesa de la sala principal de su estudio. Suele invitar a uno o dos amigos para compartir la comida. Una cosa no cambia nunca en esos almuerzos: el postre que Niemeyer dice haber inventado, crema de palta con helado de vainilla.

Trabaja solo, creando los trazos generales de sus proyectos, que luego son detallados por otro equipo de profesionales. Se queda parado frente a la mesa de arquitecto. Diseña con plumones gruesos, de tinta negra. Los trazos nacen sueltos, veloces, siempre enamorados de las curvas, del desafío de inventar algo nuevo y bello. Los ojos ya no son lo que eran, es verdad, pero los trazos siguen naciendo con la atrevida soltura de otrora. No se repiten, no hacen más que realzar la marca ineludible de la mano irremediablemente inquieta de ese desafiador de todo.

Asegura que cuando encuentra la solución en el dibujo, de inmediato escribe la explicación. Si esa explicación no le parece clara y convincente, es porque el trazo está equivocado. Entonces empieza otra vez. Recibe pedidos de proyectos de varias partes del mundo. Los de España, Noruega, Italia, Alemania e Inglaterra están entre los más recientes.

En los fondos del estudio cuenta con una pequeña sala atiborrada de libros. Es su refugio íntimo. Allí oye música, allí tiene sus conversaciones personales más profundas con el silencio. Por las mañanas se ocupa de la vasta correspondencia que recibe. Dicta las respuestas. Cada tanto recibe periodistas que vienen de todo el mundo. Hace una selección rígida. Señala que, de no ser así, pasaría la vida contestando las mismas preguntas de la prensa. Además, recibe caravanas de arquitectos que entran al estudio como a un templo de peregrinación. Con la muerte de su mujer, Anita, se tornó el patriarca de una familia compuesta por una hija única, Ana María –galerista de arte–, cuatro nietos, catorce bisnietos y cuatro tataranietos. Algunos trabajan en la fundación que lleva su nombre. Todos gravitan, de una o de otra manera, a su alrededor.

Hay sorpresas creadas por sus proyectos. El Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, al otro lado de la bahía de Guanabara, exactamente frente a Río de Janeiro, logró algo insólito: desde su creación, en 1996, recibe un público superior al de Maracaná, el templo del fútbol en un país de futboleros.

La marca de Niemeyer es indefinible, según muchos arquitectos. Otros, los estudiosos, buscan raíces y explicaciones. Dicen, por ejemplo, que bebió en las fuentes del barroco o mencionan la influencia de Le Corbusier, con quien Niemeyer trabajó en los comienzos de su carrera, allá por los años 20, y luego otra vez, cuando el proyecto de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Para él, eso no importa. Arquitectura, sostiene, es nada más que proyectar el espacio vacío. Es lo que hizo en Brasilia y en todas sus obras.

Otro de los grandes de la arquitectura brasileña, Sergio Bernardes, solía decir que los genios como Niemeyer suelen acabar en sí mismos: “Rodias no hizo escuela, ni Da Vinci, ni Michelángelo. Oscar tampoco creó una escuela”.

Trabajó, desde siempre, con libertad. Jamás recibió órdenes, sino encargos. El comunista convicto, el ateo irreductible, proyectó iglesias y catedrales para los más distintos credos. La más hermosa es la de Brasilia, con sus 16 columnas curvas, idénticas, diseñadas en círculo, que se levantan hacia el cielo como manos que se encuentran con un tono de súplica. No hay cruz, no hay imágenes tradicionales de santos. En otra catedral, la proyectada para Niteroi, distinta ha sido la osadía: el edificio se eleva sobre columnas, en un terreno cercado por el mar. Dentro, las personas tendrán la sensación de planear sobre las aguas. A Niemeyer le gusta la idea de una catedral suspendida en el aire, para crear una atmósfera serena y que los creyentes puedan hablarle a Dios.


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Mejorar el ser humano

Que nadie le pregunte cuál es su obra favorita, o sobre la importancia de la arquitectura. Se queja de que ya no aguanta decir siempre las mismas cosas. “La arquitectura no tiene ninguna importancia”, fulmina con voz suave y cansada. “De Le Corbusier, oí cierta vez que arquitectura es invención y lo tomé como regla para mi trabajo. Pero lo más importante no es la arquitectura sino la vida, los amigos, y este mundo injusto que debemos modificar. Lo importante es mejorar el ser humano, sentir su fragilidad”.

A veces, muy de tanto en tanto, deja escapar que de Brasilia le gusta especialmente la catedral, el conjunto del Congreso, con sus dos cúpulas invertidas, las columnas del Palacio da Alvorada –la residencia presidencial– o el predio del Ministerio de la Justicia. Pero enseguida recuerda que el Memorial de América Latina, en São Paulo, le agrada mucho y también la universidad que proyectó para Constantine, en Argelia, y ya no vuelve a mencionar la capital creada en tres años en medio de la nada e inaugurada en abril de 1960.

De todo lo que hizo, reitera que el marco fundacional ha sido el conjunto arquitectónico del barrio de Pampulha, en Belo Horizonte. Brasilia es consecuencia de aquel trabajo. Y lo que vino después, y sigue viniendo, es consecuencia de todo.

Ganó los premios más importantes del mundo. Dice que el reconocimiento es, siempre, algo agradable, pero que no se deja impresionar demasiado. Repite, una y otra vez, lo del valor de los amigos y la necesidad de cambiar el mundo. Recuerda que hace algunos años Fidel Castro comentó: “Parece mentira, pero ya no quedan en el mundo más que dos comunistas, Oscar Niemeyer y yo”. Muestra más orgullo por la frase que por los premios.

Tiene, en todo caso, y más aún a estas alturas de la vida, plena conciencia del respeto que su obra conquistó mundo afuera.

En 1989, cierta tarde, me llamó a su estudio de Copacabana. Quería preguntarme algo importante. “Es que me han dado un premio en España y debo decir si lo acepto o no”, me comentó. Luego dijo cuál era el premio: el Príncipe de Asturias. Expliqué que era el más importante de España y que él debía sentirse honrado y orgulloso. “¡Qué va!”, me contestó coqueto a sus entonces 81 años. “Si fuese importante de verdad, no me lo hubieran dado...”. Se entusiasmó cuando supo que, además de una cantidad en dinero y el diploma correspondiente, ganaría también una escultura de Joan Miró. “Es que siempre quise tener algo de Miró”, explicó.


 
La importancia de la vida

“Construir una ciudad ha sido fantástico. Le dio al pueblo brasileño Ia idea clara de que podía lograr lo que se propusiera. Pude hacer una arquitectura que sorprendía. Pero luego el sueño se acabó, precisamente en el día de la inauguración. No subí al palco de las autoridades: me quedé abajo, con los peones que habían trabajado para construir una ciudad donde no podrían vivir. El mundo soñado era imposible. Dejábamos de ser iguales”, evoca el inventor de Brasilia.

André Malraux dijo un día que Niemeyer tenía “su propio museo de curvas, de recuerdos, de las formas más amadas”. Eduardo Galeano escribió que Niemeyer “odia el capitalismo y el ángulo recto. Contra el capitalismo, no es mucho lo que puede hacer. Pero contra el ángulo recto, opresor del espacio, triunfa su arquitectura libre y sensual y leve como las nubes”. De uno de sus mejores amigos, el antropólogo Darcy Ribeiro oyó lo siguiente: “Oscar es la realización, hasta el límite, de la capacidad humana de crear belleza”.

Para él, se equivocaron todos. No tiene ninguna importancia, nada de eso tiene importancia. “La vida es un soplido. Todo acaba. Me dice que después que yo muera, otras personas verán mi obra. Pero esas personas también morirán. Y vendrán otras, que también se irán. La inmortalidad es una fantasía, una manera de olvidar la realidad. Lo que importa, mientras estamos aquí, es la vida, la gente. Abrazar a los amigos, vivir feliz. Cambiar el mundo. Y nada más”.


[Este artículo ha aparecido en Nómada, revista de la UNSAM -Universidad Nacional de General San Martín, Argentina. Número 8 / año 2 / diciembre de 2007.]
 
[eric nepomuceno -Brasil, 1948. Escritor, de libros de cuentos, y periodista. Traductor al portugués de obras de Juan Rulfo, Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez y Juan Gelman.]
 
 
 
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oscar niemeyer : el coraje de la ética


  niemeyer
  [foto del 'perfil facebook' de oscar niemeyer]l
«No me siento atraído por los ángulos, ni por las líneas rectas, duras e inflexibles, creadas por el hombre. Me siento atraído hacia las curvas que fluyen libremente, sensuales. Las curvas que encuentro en las montañas de mi país, la sinuosidad de sus ríos, las olas del océano y en el cuerpo de la mujer amada».

En esa breve composición, las palabras y las imágenes vibran, expresando el manifiesto vital y estético de un hombre que recapitula su vida aferrado a la convicción de que lo esencial fueron los afectos a la familia y las amistades y el disfrute de lo bello y placentero que se manifiesta sin pomposidades en lo cotidiano.

Un lugar mejor. Contempló el mundo a través de ellas, y en la honestidad de alma que le imbuyeron, fue un arquitecto que quiso construir edificios emocionantes que fuesen capaces de expresar su tiempo y contribuir a hacer del mundo un lugar mejor. Ésas son las palabras con las que Oscar Niemeyer concluye su autobiografía The Curves of Time [Phaidon], publicada por primera vez en 2000, a los 93 años, y ése es el espíritu del hombre cercano a cumplir los 100 años que retrata Fabiano Maciel en su documental A vida é um sopro [2006].

Un maestro venerable. Niemeyer ha trascendido la identidad de mito viviente de la arquitectura del siglo XX para encarnar el paradigma del maestro venerable: el humanista sabio y generoso, aún rebosante de energía física y mental, capaz de echar la vista atrás sobre su obra sin falsas modestias ni vanidades, reconocer el nivel extraordinario de su talento creativo y admirar el valor humano de los individuos -que han sido de toda clase y condición- que le han acompañado en el trayecto de su existencia y en la construcción de su arquitectura.

Oscar Niemeyer ha pensado y construido de una manera personal, exuberante y genial, asumiendo el papel de arquitecto protagonista en una sociedad que afrontaba una renovación tecnológica y de sus estructuras sociales, participando desde su ideología izquierdista en la construcción de un mundo socialmente justo en el que creía y sigue creyendo, siempre desde la inteligencia de negarse a incurrir en los vicios del populismo y la demagogia. La monumentalidad, que ha distinguido su visión arquitectónica, ha sido su modo de expresar su devoción a la belleza comprendida como algo que se encarna en lo magnífico, en lo incontrolable por el poder y la razón humana, pero que es, simultáneamente, aquello que estimula los deseos de libertad y progreso en el alma humana. Esto le hizo despreciar profundamente los postulados de quienes defendían la dimensión social de una arquitectura formalmente «sencilla», tras la que se trataba de velar no sólo la discriminación contra los desfavorecidos, sino también la falta de talento y audacia creativa. «Yo produje mi arquitectura con coraje e idealismo».

Figura paradigmática de un momento de la Historia y de las circunstancias de un lugar, en su autobiografía y el documental, Niemeyer no sólo lanza una mirada retrospectiva -y ciertamente sentimental- sobre los años pasados, sino que parece dar a entender el hecho de ser plenamente consciente de que su momento decisivo, aquél en el que su arquitectura tuvo el poder activo de significar y contribuir a las transformaciones de su tiempo, fue otro. Ya pasado.

Un giro egocéntrico. Empero, su carácter de arquitecto con un compromiso consciente de que su misión como individuo trasciende a la arquitectura nos lega algunas meditaciones acerca de cómo el mundo de los arquitectos célebres, que en aquel tiempo no tan distante se sentían plenamente responsables de un proyecto que se debía a la Humanidad, fue mutando hacia una obsesión egocéntrica y personalista que ha supuesto la pérdida de toda concepción ética del trabajo y la obra arquitectónica. La ética que primaba en arquitectos como Oscar Niemeyer se ha traducido en valores estéticos perennes.

El significado ético y transformador de la monumentalidad de la obra arquitectónica que argumentaba Niemeyer se ha invertido dramáticamente. En el momento presente, la constitución de la figura del arquitecto mediático se reviste, además del marcado personalismo, de una visión cínica, frivolizada y simplista del mundo que emite mensajes disfuncionales basados en la mera y hueca espectacularidad de lo construido y de una pérdida marcada, en la mayoría de las figuras, de esos valores éticos que hacen efímeros los valores estéticos de sus obras.

Hacer o imponer la arquitectura nunca formó parte del ideario de ambiciones de Oscar Niemeyer. Aunque envolvió su arquitectura en un hedonismo positivo, comprendió que no se debe construir saltándose la propia integridad moral y ése es indudablemente el legado que nos transmite. La visión de los edificios que dieron forma a Brasilia dista mucho de lo que los civilizados y tecnócratas arquitectos mediáticos actuales están perpetrando en Pekín, por ejemplo.


[fredy massad y alicia guerrero yeste, btbW/architecture, publicado en ABCD las Artes y las Letras - Número: 828]
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