links
 
headislands
 
  facebook   twitter   behance  
 
headm36
 
   
  expresión política de
  manifiesto refundador
  derecho a la pereza
  de siesta y hedonismo
  galeano
pulmón del viento
  niemeyer
la vida armada de curvas
  de cronopios escogidos
correo
 
ecured
 
           
inicio   imagen papel web sonido paz
     
     
    resistencia cronopio americana en exilio galeano   derecho a la pereza
     
 
  paul lafargue : el derecho a la Pereza refutación del derecho al trabajo de 1848 [#]


 
 
  lafargue   nota para introducción
... prólogo
... I. un dogma desastroso
... II. bendiciones del trabajo
... III. lo que sigue a la sobreproducción
... IV. a nuevo aire, canción nueva
... apéndice
... notas
lafargue
 
     
 
 
reivindicación de la pereza


Corrido por la policía francesa y castigado por el invierno inglés, que hace mear estalactitas, Paul Lafargue escribe en Londres un nuevo alegato contra "el criminal sistema que hace del hombre un miserable sirviente de la máquina".

"La moral capitalista es una lamentable parodia de la moral divina", escribe el yerno cubano de Marx. Como los frailes, el capitalismo enseña a los obreros que ellos han nacido en este valle de lágrimas para trabajar y sufrir; y los induce a entregar a sus mujeres y a sus niños a las fábricas, que los trituran doce horas por día. Lafargue se niega a acompañar "los cantos nauseabundos en honor del dios Progreso, hijo mayor del Trabajo", y reivindica el derecho a la pereza y al pleno goce de las pasiones humanas. La pereza es un regalo de los dioses. Hasta Cristo la predicó en el sermón de la montaña. Alguna vez, anuncia Lafargue, acabarán los tormentos del hambre y del trabajo forzado, más numerosos que las langostas de la Biblia, y entonces la tierra se estremecerá de alegría.

[eduardo galeano, Memoria del fuego II. Las caras y las máscaras]



 
reseña breve

Paul Lafargue nace en Santiago de Cuba, el 15 de enero de 1842 y fallece en Draveil, Francia, el 26 de noviembre de 1911. Médico y socialista francés, autor de varias obras marxistas. Con 69 años se suicida junto con su compañera, Laura Marx, justificandose en una breve carta :
«Sano de cuerpo y mente, me mato antes de que la despiadada vejez, que me quita uno a uno los placeres y las alegrías de la existencia y que me despoja de mis fuerzas físicas e intelectuales, no paralice mi energía, quiebre mi voluntad y haga de mí una carga para mí y los demás.»
   
 
canción : el derecho a la pereza


Quisiera dar gracias a ese que quizás
Ha sido mi primer y único maestro
Un filósofo muerto hace algunas décadas
Muerto por decisión propia ni muy viejo ni enfermo

No era de los que entran en la historia
Somos pocos los que sirven su memoria
No se presentaba como santo o profeta
Pero buscaba antes que nosotros la felicidad y la fiesta

Soñaba con una vida que tomar por la cintura
Sin tener que ganársela como una guerra
Nos decía que la tierra está llena de frutos
Y de pan y de amor y que eran gratuitos

Hablaba de nunca más doblar el lomo
Ni de prosternarse ante una máquina
Deseaba para las generaciones futuras
No sufrir nunca de ningún cansancio

Sin querer enseñar su palabra era clara
En eso quizás era revolucionaria
Quisiera dar gracias a ese maestro en sabiduría
Que no nos llegaba ni de Oriente ni de Grecia

Quisiera dar gracias a ese maestro en sabiduría
Que sólo pedía el derecho a la pereza


[georges moustaki, le droit à la paresse, traducción literal]
     
 
  [sonny rollins >
the night has a thousand eyes]

 
 
 
   
 
 
   
 
 
nota para introducción


Este texto –ensayo, panfleto o manifiesto, como se quiera llamarle– es, pues debe ser, considerado como fundamental. A pesar de ser muy decimonónico en su estilo y su contenido –algunos términos de producción o sector de actividad han quedado atrás; algunos nombres propios se habrán olvidado, aunque no todos–, a pesar de ser muy francés en algunos de sus postulados o ejemplos, no deja de sorprender la vigencia de su contenido e incluso su universal actualidad.

Es necesario –es bueno advertir– un cierto sentido de la ironía para entender su razonamiento. Pero la ironía no impide –jamás– el fundamento serio del pensamiento ni la pertinencia de la crítica. Tampoco debe esconder lo esencial del propósito: declarar la pereza y el ocio como verdaderos derechos añadidos o consubstanciales a los derechos humanos y así permitir liberar estos, y librarnos, de sus prejuicios y defectos burgueses, consumistas y alienantes. La pereza como saludable y libertadora respuesta a la alienación capitalista.

[m.36] [traducción libre al castellano del texto original en francés : vidal aguirre]
 
 
 
arriba  
 
 
   
 
 
prólogo


El Señor Thiers, en el seno de la Comisión sobre la instrucción primaria de 1849, decía: "Quiero hacer toda poderosa la influencia del clero, porque cuento sobre él para propagar esta buena filosofía que enseña al Hombre que está aquí abajo para sufrir y no esta otra filosofía que dice por el contrario al Hombre: 'Goza'." El Señor Thiers formulaba la moral de la clase burguesa de la cual encarnó el egoísmo feroz y la inteligencia estrecha.

La burguesía, mientras luchaba contra la nobleza, apoyada por el clero, arbolaba el libre examen y el ateísmo; pero, triunfante, cambió de tono y de porte; y, hoy, entiende apoyar en la religión su supremacía económica y política. En los siglos XV y XVI, había alegremente retomado la tradición pagana y glorificaba la carne y sus pasiones, reprobadas por el cristianismo; hoy en día, cebada de bienes y de disfrutes, reniega de las enseñanzas de sus pensadores, los Rabelais, los Diderot, y predica la abstinencia a sus asalariados. La moral capitalista, lamentable parodia de la moral cristiana, golpea de anatema la carne del trabajador; toma como ideal reducir el productor a lo más mínimo de sus necesidades, suprimir sus felicidades y sus pasiones y condenarlo al papel de máquina dispensadora de trabajo sin tregua ni piedad.

Los socialistas revolucionarios han de retomar el combate contra los filósofos y los panfletarios de la burguesía; han de asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo; han de demoler, en las cabezas de la clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase reinante; han de proclamar, en cara de las cucarachas de todas las morales, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas del trabajador; que, en la sociedad comunista del porvenir que fundaremos "pacíficamente si es posible, si no violentamente", las pasiones de los hombres y las mujeres tendrán rienda suelta: pues "todas son buenas por naturaleza, no tenemos nada que evitar sino sus malos usos y sus excesos [1]", y sólo serán evitados por su mutuo contra balanceo, sólo por el desarrollo armonioso del organismo humano, pues, nos dice el Doctor Beddoe, "sólo cuando una raza alcanza su máximo de desarrollo físico, alcanza su más alto punto de energía y de vigor moral". Tal era también la opinión del gran naturalista, Charles Darwin [2].



arriba    
 
I. un dogma desastroso


"Holgazaneemos en todas las cosas,
salvo amando y bebiendo,
salvo holgazaneando." [Lessing]



Una extraña locura posee las clases obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista. Esta locura arrastra con ella miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión morbosa por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar en contra esta aberración mental, los sacerdotes, los economistas, los moralistas, han sacro-santificado el trabajo. Hombres ciegos y tercos, han querido ser más sabios que su Dios; Hombres débiles y despreciables,han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido. Yo, que no profeso ser cristiano, ahorrador y moral, llamo a su juicio por el de su Dios; de las predicaciones de su moral religiosa, económica, libre pensadora, de las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.

En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de todo decaimiento intelectual, de toda deformación orgánica. Comparad el purasangre de las escuderías de Rothschild, atendido por una servidumbre de bimanes, a la pesada bestia de las granjas normandas, que labra la tierra, carga el estiércol, entroja la cosecha. Mirad el noble salvaje que los misioneros del comercio y los comerciantes de la religión no han todavía corrompido con el cristianismo, la sífilis y el dogma del trabajo, y mirad después nuestros miserables servidores de máquinas [3].

Cuando, en nuestra Europa civilizada, se quiere encontrar une huella de belleza nativa del Hombre, hay que ir a buscar en las naciones donde los prejuicios económicos no han todavía desarraigado el odio al trabajo. España, que, desgraciadamente [!] degenera, puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros cárceles y cuarteles; pero el artista se alegra admirando el intrépido Andaluz, moreno como castañas, derecho y flexible como una barra de acero; y el corazón del Hombre se estremece escuchando el mendigo, soberbiamente envuelto en su "capa" agujereada, tratar de "amigo" los duques de Osuna. Para el Español, en el que el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes [4]. Los Griegos de la gran época no tenían, ellos también, sino menosprecio por el trabajo: a los esclavos sólo era permitido trabajar: el Hombre libre sólo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Eran también los tiempos en los que uno caminaba y respiraba en un pueblo de Aristóteles, de Fidias, de Aristófanes; eran los tiempos en los que un puñado de valientes aplastaban en Maratón las hordas de la Asia que Alejandro iba pronto a conquistar. Los filósofos de la Antigüedad enseñaban el menosprecio por el trabajo, esta degradación del Hombre libre; los poetas cantaban la pereza, este regalo de los Dioses: O Melibœ, Deus nobis hæc otia fecit [5].

Cristo, en su discurso de la montaña, predicaba la pereza:
"Contemplad como crecen los lirios en los campos, ellos ni trabajan ni hilan, y sin embargo, yo os lo digo, Salomón, en toda su gloria, no ha estado más brillantemente vestido." [6]

Jehovah, el dios barbudo y aburridor, entrega a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansa para toda la eternidad.

En contra ¿cuáles son las razas para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los Auverneses; los Escoceses, estos Auverneses de las islas Británicas; los Gallegos, estos Auverneses de España; los Pomeranienses, estos Auverneses de Alemania; los Chinos, estos Auverneses de Asia. ¿En nuestra sociedad, cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo? Los campesinos propietarios, los pequeños burgueses, los unos curvados sobre sus tierras, los otros degradados en sus tiendas, se remueven como topos en sus galerías subterráneas, y nunca se enderezan para mirar a placer la naturaleza.

Y sin embargo, el proletariado, la gran clase que molesta todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, emancipándose, emancipará la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre, el proletariado traicionando sus instintos, malconociendo su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. Rudo y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales han nacido de su pasión por el trabajo.



arriba    
 
II. bendiciones del trabajo


En 1770 se publicó, en Londres, un escrito anónimo titulado: An Essay on Trade and Commerce. En la época hizo cierto ruido. Su autor, gran filántropo, se indignaba de que "la plebe manufacturera de Inglaterra se había metido en la cabeza la idea fija según la cual en calidad de Ingleses, todos los individuos que la componen tienen, por derecho de nacimiento, el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier otro país de Europa. Esta idea puede tener su utilidad para los soldados a los que estimula la valentía; pero menos los obreros de las fábricas estén imbuidos de ella, mejor valdrá para ellos mismos y para el Estado. Unos obreros nunca deberían tenerse por independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso fomentar tales entusiasmos en un Estado comercial como el nuestro, donde, puede ser, el noventa por ciento de la población no tiene o poca propiedad. La cura no será completa mientras nuestros pobres de la industria no se resignen a trabajar seis días por la misma cantidad que ganan ahora en cuatro".

Así, casi un siglo antes de Guizot, se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como freno a las nobles pasiones del Hombre.

"Cuanto más mis pueblos trabajen, menos vicios habrán, escribía de Osterode, el 5 de mayo de 1807, Napoléon. Yo soy la autoridad [...] y estaría dispuesto a mandar que en domingo, pasada la hora de los oficios, las tiendas abriesen y los obreros fueran devueltos a su trabajo."

Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de orgullo e independencia que ella engendra, el autor del Essay on Trade proponía encarcelar los pobres en casas ideales de trabajo [ideal workhouses] que pasarían a ser "casas del terror donde se haría trabajar catorce horas al día, de tal manera que, el tiempo de las comidas restado, quedarían doce horas de trabajo plenas y enteras".

Doce horas de trabajo al día, hemos aquí el ideal de los filántropos y moralistas del siglo XVIII. ¡Cuánto hemos sobrepasado este nec plus ultra! Los talleres modernos han pasado a ser casas ideales de corrección donde se encarcela las masas obreras, donde se condena a los trabajos forzados durante doce y catorce horas, no sólo a los hombres, si no a las mujeres y los niños [7]! Y pensar que los hijos de los héroes del Terror se han dejado degradar por la religión del trabajo hasta el punto de aceptar después de 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce horas el trabajo en las fábricas; proclamaban como principio revolucionario el "derecho al trabajo". ¡Vergüenza al proletariado francés! Sólo esclavos habrían sido capaces de semejante bajeza. Serían necesarios veinte años de civilización capitalista a un Griego de los tiempos heroicos para concebir tal desprecio.

Y si los dolores del trabajo forzado, si las torturas del hambre se han abatido sobre el proletariado, más numerosas que las langostas de la Biblia, es él quien las llamado.

Ese trabajo, que en junio de 1848 los obreros reclamaban armas en mano, lo han impuesto a sus familias; han entregado, a los barones de la industria, sus mujeres y sus hijos. Con sus propias manos, han demolido su hogar; con sus propias manos, han agotado la leche de sus mujeres; infelices ellas, embarazadas y amamantando sus criaturas, han tenido que ir a las minas y las fábricas a doblar el lomo y agotar sus nervios; con sus propias manos, han roto la vida y el vigor de sus hijos. –¡Vergüenza a los proletarios! ¿Dónde están esas comadres de las que nos hablan nuestras fábulas y nuestros cuentos populares, intrépidas de palabra, sinceras de boca, amantes de la divina botella? Dónde están esas jaraneras, siempre trotando,siempre cocinando, siempre cantando, siempre sembrando vida y engendrando felicidad, pariendo sin dolores pequeños sanos y vigorosos? ¡Tenemos hoy las hijas y las mujeres de fábrica, escuálidas flores de pálidos colores, de sangre sin brillo, de estómago resquebrajado, de miembros débiles!... No han conocido nunca el placer robusto y no sabrían contar gallardamente cómo le rompieron la cáscara! ¿Y los hijos? Doce horas de trabajo a los hijos. ¡O miseria!– Pero todos los Jules Simon de la Academia de las ciencias morales y políticas, todos los Germinys de la jesuitería, habrían podido inventar un vicio más embrutecedor para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos, más destructor de su organismo que el trabajo en la atmósfera viciada del taller capitalista.

Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es de hecho el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción.

Y sin embargo, los filósofos, los economistas burgueses, desde el penosamente confuso Auguste Comte, hasta el ridículamente claro Leroy-Beaulieu; las gentes de letras burguesas, desde el charlatanescamente romántico Victor Hugo, hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock, todos han entonado los cantos nauseabundos en honor al dios Progreso, hijo mayor del Trabajo. De oírlos, la felicidad iba a reinar sobre la Tierra: ya se sentía su llegada. Iban en los siglos pasados excavar el polvo y la miseria feudales para traer sombrías birrias a las delicias de los tiempos presentes. - ¡Si nos habrán cansado, esos hastiados, esos satisfechos, entonces todavía miembros de la domesticidad de los grandes señores, hoy criados de pluma de la burguesía, generosamente rentados; si nos habrán cansado con el campesino del retórico La Bruyère! Pues bien! henos aquí el brillante cuadro de los disfrutes proletarios en el año del progreso capitalista 1840, pintado por uno de ellos, por el Doctor Villermé, miembro del Instituto, el mismo que, en 1848, fue parte de esa sociedad de sabios [Thiers, Cousin, Passy, Blanqui, el académico, también estaban] que propagó en las masas las tonterías de la economía y de la moral burguesa.

Es de la Alsacia manufacturera de la que habla el Doctor Villermé, de la Alsacia de los Kestner, de los Dollfus, esas flores de la filantropía y del republicanismo industrial. Pero antes de que el doctor alce ante nosotros el cuadro de las miserias proletarias, escuchemos un manufacturero alsaciano, Señor Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Cia, pintando la situación del artesano de la antigua industria:
"En Mulhouse, hace cincuenta años [en 1813, cuando la moderna industria mecánica nacía], los obreros eran todos hijos del lugar, habitaban la ciudad y los pueblos cercanos y poseían casi todos una casa y a menudo un huerto pequeño." [8]

Era la edad de oro del trabajador. Pero, entonces, la industria alsaciana no inundaba el mundo de sus algodones y no enmillonaba sus Dollfus y sus Koechlin. Pero, veinte y cinco años después, cuando Villermé visita Alsacia, el Minotauro moderno, el taller capitalista, había conquistado el país; con su bulimia de trabajo humano, había arrancado los obreros de sus hogares para mejor torcerlos y mejor exprimir el trabajo que contenían. Eran por millares que los obreros corrían al silbido de la máquina.

"Un gran número, dice Villermé, cinco mil de diez y siete mil, estaban obligados, por la carestía de los alquileres, a colocarse en los pueblos vecinos. Algunos vivían a dos leguas y cuarto de la fábrica donde trabajaban.
"En Mulhouse, en Dornach, el trabajo empezaba a las cinco de la mañana y acababa a las cinco de la tarde, verano como invierno. [...] Hay que verlos llegar cada mañana en la ciudad y partir cada tarde. Hay entre ellos una multitud de mujeres pálidas, delgadas, caminando a pies descalzos en medio del barro y que a falta de paraguas, llevan, puestos al revés sobre la cabeza, cuando llueve o nieva, sus delantales o enaguas de encima para protegerse la cara y el cuello, y un número más considerable de jóvenes críos no menos sucios, no menos macilentos, cubiertos de harapos, todos engrasados del aceite de los bastidores que les cae encima mientras trabajan. Estos últimos, mejor preservados de la lluvia por la impermeabilidad de sus ropas, no llevan si quiera al brazo, como las mujeres de las que acabamos de hablar, un cesto donde llevar el abasto del día; pero llevan en la mano, o esconden bajo la chaqueta o como pueden, el trozo de pan que debe alimentarlos hasta la hora de su vuelta a casa.
"Así, al cansancio de una jornada desmesuradamente larga, ya que de por lo menos quince horas, viene a juntarse para esos infelices el de las idas y venidas tan frecuentes, tan penosas. De ello resulta que por la tarde llegan a sus casas rendidos por la necesidad de dormir, y que el día siguiente salen antes de haber completamente descansado para hallarse al taller a la hora de la apertura."


Vienen ahora los tugurios donde se amontonaban los que se alojaban en la ciudad:

"He visto en Mulhouse, en Dornach y en casas vecinas, de esas míseras viviendas donde dos familias dormían cada una en una esquina, sobre paja tirada sobre el piso y retenida por dos tablones... Esta miseria en la cual viven los obreros de la industria del algodón en el departamento del Alto-Rin es tan profunda que produce este triste resultado que, mientras que en las familias de fabricantes negociantes, pañeros, directores de fábricas, la mitad de los críos llega al vigésimo primer año, esta misma mitad deja de existir antes de dos años cumplidos en las familias de tejedores y de obreros de las hilanderías de algodón."

arriba    
Hablando del trabajo en el taller, Villermé añade:

"No es aquí un trabajo, una tarea, es una tortura, y se inflige a críos de seis a ocho años. [...] Es este largo suplicio de todos los días el que mina principalmente los obreros de las hilanderías de algodón."

Y, a propósito del tiempo de trabajo, Villermé observaba que los presidiarios no trabajaban sino diez horas, los esclavos de las Antillas nueve horas de media, mientras existía en la Francia que había hecho la Revolución del 89, que había proclamado los pomposos Derechos del Hombre, fábricas donde la jornada era de diez y seis horas, sobre las cuales se concedía a los obreros hora y media para las comidas [9].

¡O mísero aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! o lúgubre presente de su dios Progreso! Los filántropos aclaman bienhechores de la humanidad los que, para enriquecerse holgazaneando, dan trabajo a los pobres; mejor valdría sembrar la peste, envenenar las fuentes antes que de erigir una fábrica en medio de una población rústica. Introducid el trabajo de fábrica, y adiós felicidad, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida [10].

Y los economistas van repitiendo a los obreros: ¡Trabajad para aumentar la fortuna social! y sin embargo un economista, Destut de Tracy, les responde:
"Las naciones pobres, es ahí donde el pueblo se encuentra a sus anchas; las naciones ricas, es ahí donde es ordinariamente pobre."

Y su discípulo Cherbuliez de continuar:
"Los trabajadores ellos mismos, cooperando en la acumulación de los capitales productivos, contribuyen al hecho que, tarde o temprano, debe privarlos de una parte su salario."

Pero, ensordecidos e idiotizados por sus propios aullidos, los economistas de responder: ¡Trabajad, trabajad siempre para crear vuestro bienestar! Y, en nombre de la mansedumbre cristiana, un sacerdote de la Iglesia anglicana, el reverendo Townshend, salmodia: Trabajad, trabajad día y noche; trabajando, hacéis crecer vuestra miseria, y vuestra miseria nos dispensa de imponer os el trabajo por la fuerza de la ley. La imposición legal del trabajo "da demasiada pena, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, al contrario, es no sólo una presión apacible, silenciosa, incesante, pero como el móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también les esfuerzos los más potentes".

Trabajad, trabajad, proletarios, para agrandar la fortuna social y vuestras miserias individuales, trabajad, trabajad, para que, haciendo os más pobres, tendréis más razones para trabajar y ser miserables. Así es la ley inexorable de la producción capitalista. Porque, prestando el oído a las engañosas palabras de los economistas, los proletarios se han entregado con cuerpo y alma al vicio del trabajo, precipitan la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción que convulsionan el organismo social. Entonces, por haber plétora de mercancías y penuria de compradores, los talleres cierran y el hambre azota las poblaciones obreras con su látigo de mil correas. Los proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, no entienden que el sobretrabajo que se han infligido durante el tiempo de pretendida prosperidad es la causa de su miseria presente, y a su vez corren al granero y gritan: "¡Tenemos hambre y queremos comer! ... Verdad, no tenemos ni un tinto cabezón, pero por muy pordioseros que seamos, somos nosotros quienes hemos cosechado el trigo y vendimiado la uva..." En vez de sitiar los almacenes del Sr. Bonnet, de Jujurieux, el inventor de los conventos industriales, y de clamar: "Señor Bonnet, aquí están vuestras obreras ovalistas, torcedoras, hilanderas, tejedoras, tiritan bajo sus cotonadas remendadas hasta dar pena bajo la mirada de un judío y, sin embargo, son ellas quienes han hilado y tejido los vestidos de seda de las mujeres ligeras de toda la cristiandad. Las pobretonas, trabajando trece horas al día, no han tenido tiempo para pensar en su aseo, ahora, están paradas y pueden hacer frufrú con las sedas que ellas han obrado. Desde que pierden sus dientes de leche, ellas se dedican a vuestra fortuna y viven en la abstinencia; ahora, tienen tiempo libre y quieren gozar un poco del fruto de su trabajo. Vamos, Señor Bonnet, entregad vuestras sederías, el Señor Harmel entregará sus muselinas, el Señor Pouyer-Quertier sus calicós, el Señor Pinet sus botines para sus queridos pequeños pies fríos y húmedos... Vestidas de pies a cabeza y apuestas, ellas serán un placer a contemplar. Vamos, nada de vacilaciones –usted es amigo de la humanidad, ¿no es así?, y cristiano además?– Ponga a disposición de sus obreras la fortuna que ellas os han edificado con la carne de su carne. – ¿Es usted amigo del comercio?– Facilite la circulación de las mercancías; ahí tiene los consumidores oportunos; abridles créditos ilimitados. Usted bien está obligado de hacerlos a negociantes que no conoce más que Adán ni Eva, que no os han dado nada, ni siquiera un vaso de agua. Vuestras obreras le pagarán como puedan: si, el día de vencimiento, ellas esquivan y dejan protestar su firma, usted mismo las pondrá en quiebra, y si no tienen nada por embargar, usted exigirá que os paguen con rezos: ellas os enviarán al paraíso, mejor que vuestros sacos negros, a la nariz harta de tabaco."

En vez de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y un gozo universal, los obreros, muertos de hambre, se van a golpear con la cabeza las puertas del taller. Con sus rostros enfermizos, cuerpos enflaquecidos, discursos lastimosos, asaltan los fabricantes: "¡Buen Sr. Chagot, dulce Sr. Schneider, dadnos trabajo, nos es el hambre, sino la pasión por el trabajo que nos atormenta!" Y esos miserables, que a penas tienen fuerza para mantenerse en pié, venden doce y catorce horas de trabajo dos veces más baratas que cuando tenían pan para rato. Y los filántropos de la industria aprovechando los desempleos para fabricar a mejor precio.

Si las crisis industriales siguen los periodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día, arrastrando con ellas el desempleo forzoso y la miseria sin salida, traen también la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante tiene crédito, le da rienda suelta a la rabia por el trabajo, pide prestado y pide prestado más para proporcionar la materia prima a los obreros. Hace producir, sin reflexionar en que el mercado se harta y que, si sus mercancías no llegan a la venta, sus billetes llegarán al vencimiento. Acorralado, va a implorar al judío, se tira a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. "Un poco de oro me convendría mejor, responde el Rothschild, tiene 20 000 pares de medias en almacén, valen veinte pesos, yo las tomo por cuatro pesos." Las medias obtenidas, el judío las vende seis y ocho pesos, y embolsa las bulliciosas monedas de cien pesos que no deben nada a nadie: pero el fabricante a dado marcha atrás para mejor saltar. Por fin la debacle llega y los almacenes devuelven; se tira entonces tanta mercancías por la ventana, que no se sabe como pudieron entrar por la puerta. Es por centenares de millones que se cifra el valor de las mercancías destruidas; en el siglo pasado, se quemaban o se tiraban al agua [11].

Pero antes de llegar a esta conclusión, los fabricantes recorren el mundo en busca de salidas para sus mercancías que se amontonan; fuerzan su gobierno a anexarse los Congos, a acapararse el Tonkín, a demoler a golpe de cañones las murallas de la China, para pasar sus cotonadas. En los siglos pasados, era un duelo a muerte entre Francia e Inglaterra, a quién tendría el privilegio exclusivo de vender en América y en las Indias. Miles de hombres jóvenes y vigorosos han enrojecido los mares, en las guerras coloniales de los siglos XI, XVI y XVIII.

Los capitales abundan como las mercancías. Los financieros ya no saben dónde colocarlos; van entonces hasta las naciones felices que lagartean al sol fumando cigarrillos, posar ferrocarriles, erigir fábricas e importar la maldición del trabajo. Y esta exportación de capitales franceses se acaba un buen día con complicaciones diplomáticas: en Egipto, Francia, Inglaterra y Alemania estaban a punto de arrancarse los pelos para saber que usureros serían pagados los primeros; en guerras de México donde se envían los soldados franceses hacer oficio de ujier para cubrir malas deudas [12].

Estas miserias individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean, por eternas que parezcan, se desvanecerán como las hienas y los chacales al acercarse el león, cuando el proletariado dirá: "Yo quiero." Pero para que llegue a la consciencia de su fuerza, es necesario que pisotee los prejuicios de la moral cristiana, económica, libre pensadora; es necesario que vuelva a sus instintos naturales, que proclame los Derechos de la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos humanos, elaborados por los abogado metafísicos de la revolución burguesa; que se obligue a no trabajar sino tres horas al día, a holgazanear y parrandear el resto de la jornada y de la noche.

Hasta ahora, mi tarea ha sido fácil, sólo tenía que describir los males reales bien conocidos de todos nosotros, ¡desgraciadamente! Pero convencer el proletariado que la palabra que le han inoculada es perversa, que el trabajo desenfrenado al cual se ha librado desde principios de siglo es la plaga más terrible que jamás haya golpeado la humanidad, que el trabajo no se hará un condimento de placer de la pereza, un ejercicio benéfico para el organismo humano, una pasión útil al organismo social sólo y cuando será sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas por día, es una tarea ardua por encima de mis fuerzas; sólo fisiólogos, higienistas, economistas comunistas podrían emprenderla. En las páginas que van a seguir, me limitaré a demostrar que dados los medios de producción modernos y su poder reproductivo ilimitado, hay que someter la pasión extravagante de los obreros por el trabajo y obligarlos a consumir las mercancías que producen.



arriba    
 
III. lo que sigue a la sobreproducción


Un poeta griego de los tiempos de Cicerón, Antipátros, cantaba así la invención del molino de agua [para moler el grano]: iba a emancipar las mujeres esclavas y devolver la edad de oro:
"¡Ahorrad el brazo que hace rodar la muela, o molineras, y dormid apaciblemente! Que el gallo os advertirá en vano que ha amanecido! Dao ha impuesto a las ninfas el trabajo de los esclavos y hénoslas aquí brincando alegremente sobre la rueda y hemos aquí el eje sacudido rodando con sus radios, haciendo girar la pesada piedra. Vivamos la vida de nuestros padres y ociosos alegrémonos de los dones que la diosa concede."

¡Ay! el ocio que el poeta pagano anunciaba no ha llegado: la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en instrumento de advertencia de los hombres libres: su productividad los empobrece.

Una buena obrera no hace con el huso más de cinco mallas al minuto, algunos bastidores circulares de tejer hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto la máquina equivale pues a cien horas de trabajo de la obrera: o bien cada minuto de trabajo de la máquina entrega a la obrera diez días de descanso. Lo que es cierto para la industria del tejido es más o menos cierto para todas las industrias renovadas por la mecánica moderna. ¿Pero qué vemos? A medida que la máquina se perfecciona y abate el trabajo del hombre con une rapidez y une precisión siempre creciente, el Obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma medida, redobla de ardor, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡O competencia absurda y asesina!

Para que la competencia de el hombre con la máquina tome libre curso, los proletarios han abolido las sabias leyes que limitaban el trabajo de los artesanos de las antiguas corporaciones; han suprimido los días feriados [13]. Porque los productores de entonces no trabajaban sino cinco días de siete, así creen, como lo cuentan los economistas mentirosos, ¿no vivían sino de aire y agua fresca? Venga vamos! Tenían tiempo libre para gustar las felicidades de la tierra, para hacer el amor y reír; para banquetear felizmente en honor al divertido dios de la Pereza. La sombría Inglaterra, enmojigatada en el protestantismo, se llamaba antaño la "feliz Inglaterra" [Merry England]. Rabelais, Quevedo, Cervantes, los autores desconocidos de las novelas pícaras, nos hacen la boca agua con sus pinturas de esas monumentales comilonas [14] que se ofrecían entonces entre dos batallas y dos devastaciones, y en las que todo "iba por escudillas". Jordaens y la escuela flamenca las han escrito sobre sus divertidos lienzos.

Sublimes estómagos gargantuescos, ¿qué ha sido de vosotros? Sublimes cerebros que cercaban todo el pensamiento humano, ¿qué ha sido de vosotros? Estamos bien aminorados y bien degenerados. La vaca loca, la patata, el vino fucsinado y el schnaps prusiano sabiamente combinados con el trabajo forzado han debilitado nuestros cuerpos y empequeñecido nuestros espíritus. ¿Y es entonces cuando el hombre estrecha su estómago y cuando la máquina ensancha su productividad, es entonces cuando los economistas nos predican la teoría maltusiana, la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo? Pero es que habría que arrancarles la lengua y botarla a los perros.

Porque la clase obrera, con su buena fe simplista, se ha dejado endoctrinar, porque, con su impetuosidad nativa, se ha precipitado como ciega en el trabajo y la abstinencia, la clase capitalista se ha visto condenada a la pereza y al goce forzado, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero, si el sobretrabajo del obrero mortifica su carne y atenaza sus nervios, también es fecundo en dolores para el burgués.

La abstinencia a la cual se condena la clase productiva obliga los burgueses a consagrarse al sobreconsumo de los productos que manufactura desordenadamente. Al principio de la producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués un hombre ordenado, de hábitos razonables y apacibles; se contentaba de su mujer o más o menos; sólo bebía por sed y sólo comía por hambre. Dejaba a los cortesanos y las cortesanas las nobles virtudes de la vida disoluta. Hoy en día, no hay hijo de advenedizo que no se crea obligado de desarrollar la prostitución y de mercurializar su cuerpo para dar un propósito al labor que se imponen los obreros de las minas de mercurio; no hay burgués que no se atraque de capones trufados y de lafite navegado, para alentar los criadores de la Flèche y los viñateros de Burdeos. Con ese oficio, el organismo se deteriora rápidamente, los cabellos caen, los dientes se descalzan, el tronco se deforma, el vientre se empanza, la respiración se embaraza, los movimientos se hacen pesados, las articulaciones se anquilosan, las falanges se agarrotan. Otros, demasiado enclenques para soportar las fatigas de la relajación, pero dotados de la joroba del prudhommista, disecan su cerebro como los Garnier de la economía política, les Acollas de la filosofía jurídica, a elucubrar de gordos libros soporíferos para ocupar los pasatiempos de los compositores y de los impresores.

Las mujeres del mundo viven una vida de mártir. Para intentar hacer valer los trajes maravillosos que las costureras se matan para hilvanar, de la noche a la mañana van de un vestido a otro; durante horas, entregan su cabeza hueca a los artistas capilares que, a cualquier precio, quieren saciar pasión por el andamio de dos falsos moños. Ceñidas dentro de sus corsés, estrechas dentro de sus botines, escotadas hasta ruborizarse un bombero, se arremolinan durante noches enteras en sus bailes de caridad con el fin de recoger algunos cuartos para el pobre mundo. ¡Santas almas!

Para cumplir su doble función social de noproductor y de sobreconsumidor, el burgués ha tenido que no sólo violentar sus gustos modestos, perder sus costumbres laboriosas de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado, a las indigestiones trufadas y a los excesos sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres con el fin de procurarse ayudantes.

Aquí tenemos unas cifras que prueban cuan colosal es esta pérdida de fuerzas productivas:
"Según el censo de 1861, la población de Inglaterra y del País de Gales comprendía 20.066.224 personas, de los cuales 9.776.259 del sexo masculino y 10.289.965 del sexo femenino. Si de ello se deduce lo demasiado viejo o demasiado joven para trabajar, las mujeres, los adolescentes y los críos improductivos, así como las profesiones ideológicas tales como gobierno, policía, clero, magistratura, ejército, sabios, artistas, etc, después las gentes exclusivamente ocupadas en comerse el trabajo de los demás, bajo forma de renta patrimonial, de intereses, de dividendos, etc, y por fin los pobres, los vagabundos, los criminales, etc, queda más o menos ocho millones de individuos de ambos sexos y de toda edad, contando los capitalistas que funcionan en la producción, el comercio, las finanzas, etc. De esos ocho millones, contamos:
• Trabajadores agrícolas [incluidos los pastores, los sirvientes y las criadas viviendo en casa del granjero]: 1.098.261;
• Obreros de las fábricas de algodón, de lana, de cardados, de lino, de cáñamo, de seda, de encajes y los de oficios manuales: 642.607;
• Obreros de las minas de carbón y de metal: 565.835;
• Obreros empleados en las fábricas metalúrgicas [altos hornos, laminadores, etc] y en los talleres del metal de toda clase: 396.998;
• Clase doméstica: 1.208.648.
"Si sumamos los trabajadores de las fábricas textiles y los de las minas de carbón y del metal, obtenemos una cifra de 1.208.442; si sumamos los primeros y el personal de todas las fábricas y de todos los talleres del metal, tenemos un total de 1.039.605 personas; es decir cada vez un número más pequeño que el de los esclavos domésticos modernos. Aquí tenemos el magnífico resultado de la explotación capitalista de las máquinas
[15]."

A toda esta clase doméstica, cuya grandeza indica el grado alcanzado por la civilización capitalista, hay que añadir la clase numerosa de los desgraciados dedicados exclusivamente a la satisfacción de los gustos dispendiosos y fútiles de las clases ricas, talladores de diamantes, encajeras, bordadoras, encuadernadores de lujo, costureras de lujo, decoradores de casas de placer, etc [16].

Una vez acuclillada en la pereza absoluta y desmoralizada por el disfrute forzado, la burguesía, a pesar del mal que le costó, se ha acomodado de su nuevo estilo de vida. Con horror ha considerado cualquier cambio. La vista de las miserables condiciones de existencia aceptadas con resignación por la clase obrera y la de la degradación orgánica engendrada por la pasión depravada del trabajo han aumentado aún más su repulsión por cualquier imposición de trabajo y por cualquier restricción de placeres.

Es precisamente entonces cuando, sin tener en cuenta la desmoralización que la burguesía se ha impuesto como deber social, los proletarios se han metido en la cabeza de infligir el trabajo a los capitalistas. Ingenuos, se han tomado en serio las teorías de los economistas y los moralistas sobre el trabajo y se han ceñido los riñones para infligir esa práctica a los capitalistas. El proletariado enarbola el lema: Quien no trabaja, no come; Lyón, en 1831, se levantó para plomo o trabajo, los federados de marzo 1871 declararon su levantamiento la Revolución del trabajo.

A esos desencadenamientos de furia bárbara, destructora de cualquier disfrute y cualquier pereza burguesa, los capitalistas no pudieron sino responder con la represión feroz, pero saben que, si pudieron reprimir esas explosiones revolucionarias, no han ahogado en la sangre de sus masacres gigantescos la absurda idea del proletariado de querer infligir el trabajo a las clases ociosas y hartadas, y es para desviar esa desgracia que se rodean de pretorianos, de policías, de magistrados, de carceleros entretenidos en una improductividad laboriosa. Ya no se puede guardar ilusión sobre el carácter de los ejércitos modernos, sólo son mantenidos en permanencia para reprimir "el enemigo interno"; así es como los fuertes de París y de Lyón no han sido construidos para defender la ciudad contra el extranjero, sino para aplastar cualquier caso de revuelta. Y hace falta algún ejemplo sin réplica citemos el ejército de Bélgica, ese país de Jauja del capitalismo; su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más potentes proporcionalmente a su población. Los gloriosos campos de batalla del bravo ejército belga son las planicies del Borinage y de Charleroi; es en la sangre de los mineros y de los obreros desarmados que los oficiales belgas bañan sus espadas y recogen sus galones. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios, protegen los capitalistas contra el furor popular que quisiera condenarlos a diez horas de mina o de hilandería.

arriba    
Entonces, apretándose la barriga, la clase obrera a desarrollado con desmedida la barriga de la burguesía
condenada al sobreconsumo.

Para aliviarse en su penoso trabajo, la burguesía ha retirado de la clase obrera una masa de hombres de mucho superior a la que queda consagrada a la producción útil y la ha condenado a su vez a la improductividad y al sobreconsumo. Pero ese tropel de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no basta para consumir todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo, producen como maniacos, sin querer consumirlos, y sin siquiera pensar si se encontrará gente para les consumirlos.

En presencia de esta doble locura de los trabajadores, de matarse de sobretrabajo y de vegetar en la abstinencia, el gran problema de la producción capitalista ya no es encontrar productores y duplicar sus fuerzas, sino descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias. Puesto que los obreros europeos, tiritando de frío y hambre, se niegan a llevar las telas que tejen, de beber los vinos que cosechan, los pobres fabricantes, así como desesperados, deben correr a las antípodas para buscar quién las llevará y quién las beberá: son centenares de millones y de trillones que Europa exporta todos los años, por todos los confines del mundo, a puebluchos que no saben ni qué hacer con ello [17]. Pero los continentes explorados no son lo bastante extensos, hacen falta países vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan día y noche de África, del lago sahariano, del ferrocarril del Sudán; con ansiedad, siguen los progresos de los Livingstone, de los Stanley, de los Du Chaillu, de los de Brazza; boquiabiertos, escuchan las miríficas historias de esos valientes viajeros. ¡Cuántas maravillas desconocidas encierra el "continente negro"! Campos sembrados de dientes de elefantes, ríos de aceite de coco arrastran pepitas de oro, millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o de Girardin, esperan las cotonadas para aprender la decencia, botellas de schnaps y biblias para conocer las virtudes de la civilización.

Pero todo es impotente: burgueses que se hinchan, clase doméstica que sobrepasa la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras atoradas de mercancías europeas; nada, nada logra dar salida a las montañas de productos que se amontonan más altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los obreros europeos desafía cualquier consumo, cualquier despilfarro. Los fabricantes, enloquecidos, andan de cabeza, ya no pueden encontrar la materia prima para satisfacer la pasión desordenada, depravada, de sus obreros para el trabajo. En nuestros departamentos laneros, se deshilachan los trapos mancillados y medio podridos, se hacen con ellos sábanas llamadas de renacimiento, que duran lo que duran las promesas electorales; en Lyón, en vez de dejar a la fibra sedosa su simplicidad y su tacto natural, se la sobrecarga de sales minerales que, añadiéndole peso, la vuelve quebradiza y de poco uso. Todos nuestros productos están adulterados para facilitar su salida y abreviar su existencia. Nuestra época será llamada la edad de la falsificación, como las primeras épocas de la humanidad han recibido los nombres de edad de piedra, de edad de bronce, del carácter de su producción. Hay ignorantes que acusan de fraude nuestros piadosos industriales, mientras que en realidad el pensamiento que los anima es de suministrar trabajo a los obreros, que no pueden resignarse à vivir con los brazos cruzados. Esas falsificaciones, que tienen por único propósito un sentimiento humanitario, pero que devuelven soberbias ganancias a los fabricantes que las practican, si son desastrosas para la calidad de las mercancías, si son una fuente inagotable de derroche del trabajo humano, prueban la filantrópica ingeniosidad de los burgueses y la horrible perversión de los obreros que, para satisfacer su vicio de trabajo, obligan los industriales à ahogar los gritos de su consciencia y a violar incluso las leyes de la honestidad comercial.

Y sin embargo, a pesar de la sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros atestan el mercado innumerablemente, implorando: ¡trabajo! trabajo! Su sobreabundancia debería obligarlos a refrenar su pasión; al contrario, la llevan al paroxismo. Que una oportunidad de trabajo se presenta, se abalanzan sobre ella; entonces son doce, catorce horas las que reclaman para lograr su cometido, y el día siguiente ahí los tenéis de nuevo echados a la calle, sin más nada para alimentar su vicio. Todos los años, en todas las industrias, los desempleos vuelven con la regularidad de las estaciones. Al sobretrabajo mortífero para el organismo le sucede el descanso absoluto, mientras dos y cuatro meses; y nomás trabajo, nomás pitanza. Puesto que el vicio del trabajo está diabólicamente enclavijado en el corazón de los obreros; puesto que sus exigencias ahogan todos los demás instintos de la naturaleza; ya que la cantidad de trabajo requerida por la sociedad es forzosamente limitada por el consumo y por la abundancia de la materia prima, ¿porqué devorar en seis meses el trabajo de todo el año? Porqué no distribuirlo uniformemente sobre los doce meses y forzar todo obrero a contentarse de seis o de cinco horas por día, durante todo el año, en vez de atrapar indigestiones de doce horas durante seis meses? Asegurados de su parte cotidiana de trabajo, los obreros no se celarán más, no se pelearán más para arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca; entonces, no agotados de cuerpo y de espíritu, empezarán a practicar las virtudes de la pereza.

Idiotizados por su vicio, los obreros no han podido alzarse a la inteligencia por el hecho de que, para tener trabajo para todos, es necesario racionarlo como el agua en un barco en apuro. Mientras tanto los industriales, en nombre de la explotación capitalista, han desde hace tiempo pedido una limitación legal de la jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 sobre la enseñanza profesional, uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, Sr. Bourcart, de Guebwiller, declaraba:
"Que la jornada de doce horas es excesiva y debe ser rebajada a once horas, que se debe suspender el trabajo a dos horas el sábado. Puedo aconsejar la adopción de esta medida aunque parezca costosa a primera vista; lo hemos experimentado en nuestros establecimientos industriales desde hace cuatro años y nos encontramos bien, y la producción media, lejos de haber disminuido, ha aumentado."

En su estudio sobre las máquinas, Sr. F. Passy cita la siguiente carta de un gran industrial belga, Sr. M. Ottavaere:
"Nuestras máquinas, aunque las mismas que las de las hilanderías inglesas, no producen lo que deberían producir y lo que producirían estas mismas máquinas en Inglaterra, aunque las hilanderías trabajen dos horas menos por día. [...] Trabajamos todos dos grandes horas de más; tengo la convicción que si se trabajara sólo once horas en vez de trece, tendríamos la misma producción y produciríamos por consiguiente más económicamente."

Por otro lado, Sr. Leroy-Beaulieu afirma que "es la observación de un gran manufacturero belga que las semanas en las que caen un día feriado no traen una producción inferior a las de las semanas ordinarias". [18]

Lo que el pueblo, engañado en su sencillez por los moralistas, jamás ha osado, un gobierno aristocrático lo ha osado. Menospreciando las altas consideraciones morales e industriales de los economistas, que, como los pájaros de mal agüero, graznaban que disminuir de una hora el trabajo de las fábricas era decretar la ruina de la industria inglesa, el gobierno de Inglaterra ha prohibido con una ley, estrictamente observada, de trabajar más de diez horas por día; y después como antes, Inglaterra sigue siendo la primera nación industrial del mundo.

La gran experiencia inglesa está ahí, la experiencia de unos capitalistas inteligentes está ahí, demuestra irrefutablemente que, para potenciar la productividad humana, hay que reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y de festivos, y el pueblo francés no está convencido. Pero si una mísera reducción de dos horas ha aumentado en diez años de casi un tercio la producción inglesa [19], ¿qué marcha vertiginosa imprimirá a la producción francesa una reducción legal de la jornada de trabajo a tres horas? Los obreros no pueden pues entender que agotándose de trabajo, agotan sus fuerzas y las de su prole; que, gastados, llegan antes de edad a ser incapaces de cualquier trabajo; que absortos, embrutecidos por un solo vicio, ya no son hombres, sino trozos de hombres; que matan en ellos todas las bellas facultades para no dejar más en pié, y exuberante, que la locura furibunda del trabajo.

¡Ah! como loros de Arcadia repiten la lección de los economistas: "Trabajemos, trabajemos para hacer crecer la riqueza nacional." ¡O idiotas! si es porque trabajáis demasiado que la herramienta industrial se desarrolla lentamente. Dejad de rebuznar y escuchad un economista; no es un águila, sólo es Sr. L. Reybaud, que hemos tenido la felicidad de perder hace unos meses:
"Es en general sobre las condiciones de la mano de obra que se regula la revolución en los métodos de trabajo. Mientras la mano de obra suministra sus servicios a bajo precio, se le prodiga; se busca ahorrarla cuando sus servicios se hacen demasiado costosos." [20]

Para forzar los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, hay que subir los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso. ¿Las pruebas a cargo? Se pueden dar centenares de ellas. En la hilandería, el bastidor de devanar [self acting mule] fue inventado y aplicado en Manchester, porque los hilanderos se negaban a trabajar tanto tiempo como antes.

En América, la máquina invade todos los ramos de la producción agrícola, desde la fabricación de mantequilla hasta la salladura del trigo: ¿porqué? Porque el Americano, libre y perezoso, prefiere mil muertes que la vida bovina del agricultor francés. El arado, tan penoso en nuestra gloriosa Francia, tan rica en cansancios, es, en el Oeste americano, un agradable pasatiempo al aire libre que se toma sentado, fumando indolentemente la pipa.



arriba    
 
IV. a nuevo aire, canción nueva


Si, disminuyendo las horas de trabajo, se conquista a la producción social nuevas fuerzas mecánicas, obligando los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada entonces de su tarea de consumidor universal, se aprestará a licenciar el tropel de soldados, de magistrados, de figaristas, de proxenetas, etc, que ha sacado del trabajo útil para ayudarle a consumir y a despilfarrar. Es entonces cuando el mercado del trabajo será rebosante, es entonces cuando hará falta una ley de hierro para imponer la prohibición del trabajo: será imposible encontrar faena para esta bandada de hasta ahora improductivos, más numerosos que los piojos de los bosques. Y después de ellos será necesario pensar en todos aquellos que subvenían a sus necesidades y gustos fútiles y dispendiosos. Cuando ya no habrá lacayos y generales engalonados, ni prostitutas libres y casadas para cubrir de encajes, ni cañones a forrar, ni palacios a edificar, será necesario, por leyes severas, imponer a obreras y obreros en pasamanerías, en encajes, en hierro, en edificios, del canotaje higiénico y de los ejercicios coreográficos para el restablecimiento de su salud y le perfeccionamiento de la raza. Desde el momento que los productos europeos consumidos en el lugar no sean transportados al diablo, bien será necesario que los marineros, los hombres de equipaje, los camioneros se sienten y aprendan a estar con los brazos cruzados. Los bienaventurados Polinesios podrán entonces entregarse al amor libre sin temer los golpes de patadas de la Venus civilizada y los sermones de la moral europea.

Hay más. Con el fin de encontrar trabajo para toda las no-valores de la sociedad actual, con el fin de dejar la herramienta industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos abstinentes, y desarrollar indefinidamente sus capacidades consumidoras. En vez de comer por día media o una libra de carne correosa, cuando la come, comerá felices filetes de una o dos libras; en vez de beber moderadamente vino malo, más católico que el papa, beberá a largos y profundos tragos burdeos, borgoña, sin bautizo industrial, y dejará el agua a las bestias.

Los proletarios han fijado en su cabeza de infligir a los capitalistas diez horas de forja y de refinería; ahí está el gran error, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Defender y no imponer el trabajo, será necesario. Los Rothschild, los Say serán admitidos a hacer la prueba de haber sido, toda su vida, perfectos golfos; y si juran querer seguir viviendo como perfectos golfos, a pesar del entrenamiento general para el trabajo, serán puestos en carta y, en sus ayuntamientos respectivos, recibirán cada mañana una moneda de veinte francos para sus pequeños placeres. Las discordias sociales se desvanecerán. Los rentistas, los capitalistas, todos primeros, adherirán al partido popular, una vez convencidos que, lejos de quererles mal, se quiere al contrario desembarazarlos del trabajo de sobreconsumo y derroche con los que han sido agobiados desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses incapaces de demostrar sus títulos de golfos, se les dejará seguir sus instintos: existen bastante oficios asquerosos para cuadrarlos – Dufaure limpiaría las letrinas públicas; Galliffet acuchillaría los cerdos sarnosos y los caballos gordos; los miembros de la comisión de gracias, enviados a Poissy, marcarían los bueyes y los carneros a matar; los senadores, agregados a las funerarias, jugarían los enterradores. Para otros, se encontraría oficios al alcance de su inteligencia. Lorgeril, Broglie, taparían las botellas de champagne, pero poniéndoles bozal para impedirles emborracharse; Ferry, Freycinet, Tirard destruirían los grajos y las miserias de los ministerios y demás albergues públicos. Habrá sin embargo que poner los caudales públicos fuera de alcance de los burgueses, por miedo a las costumbres adquiridas.

Pero dura y larga venganza tiraremos de los moralistas que han pervertido la humana naturaleza, de los mojigatos, de las cucarachas, de los hipócritas "y demás semejantes sectas de gentes que se han disfrazado para engañar el mundo. Pues dando a entender al común popular que no están ocupados sino en contemplación y devoción, en ayunos y maceración de la sensualidad, tan sólo verdaderamente para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad: al contrario hacen carne. ¡Dios sabe cuál! y Curios simulant sed Bacchanalia vivunt [21]. Lo puede usted leer en letras grandes e iluminador de sus rojos morros y panza de potro, tan sólo cuando se perfuman de azufre". [22]

En los días de grandes jolgorios populares, en los que, en vez de tragar polvo como en los 15 de agosto y los 14 de julio del burguesismo, los comunistas y los colectivistas dejarán correr los frascos, trotar los jamones y volar los vasos, y los miembros de la Academia de ciencias morales y políticas, los sacerdotes de largo y corto vestido de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y libre pensadora, los propagadores del maltusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sometida, vestidos de amarillo, sostendrán el candil hasta quemarse los dedos y vivirán en hambruna cerca de las mujeres galesas y de las mesas cargadas de viandas, de frutas y de flores, y morirán de sed cerca de los toneles destapados. Cuatro veces por año, al cambio de estación, así como los perros de los afiladores, se les encerrará en las norias y durante diez horas se les condenará a moler viento. Los abogados y los legistas padecerán el mismo escarnio.

En régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo tras segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales siempre y siempre; es labor fácil para nuestros burgueses legisladores. Se les organizará por bandas recorriendo las ferias y los pueblos, dando representaciones legislativas. Los generales, con botas de montar, el pecho recargado de colgantines, de escupitajos, de cruces de la Legión de honor, irán por las calles y les plazas, reclutando las buenas gentes. Gambetta y Cassagnac, su compadre, harán el reclamo de la puerta. Cassagnac, con gran traje de matamoro, haciendo juegos de ojos, torciendo el bigote, escupiendo alcohol prendido, amenazará todo le mundo con la pistola de su padre y se esconderá en un hollo en cuanto se le mostrará el retrato de Lullier; Gambetta discursará sobre la política extranjera, sobre la pequeña Grecia que lo endoctoriza y pondrá fuego a Europa para estafar Turquía; sobre la gran Rusia que le estultifica con el puré que promete hacer con Prusia y que desea al oeste de Europa heridas y magulladuras para hacerle la pelota al Este y estrangular el nihilismo en el interior; sobre el Sr. von Bismarck, que ha sido lo bastante bueno para permitirle pronunciarse sobre la amnistía... después, desnudando su amplia panza pintada con los tres colores, tocará encima la retirada y enumerará las deliciosas pequeñas bestias, los hortelanos, las trufas, los vasos de margaux y d'yquem que ha englotonado para alentar la agricultura y mantener en alborozo los electores de Belleville.

En la tarasca, se empezará con la Farsa electoral.

Delante de los electores, con cabezas de madera y orejas de burro, los candidatos burgueses, vestidos de jergón, danzarán el baile de las libertades políticas, limpiándose la cara y la nota final con sus programas electorales de múltiples promesas, y hablando con lágrimas en los ojos de las miserias del pueblo y con cobre en la voz de las glorias de Francia; y las cabezas de los electores rebuznado en coro y firmemente: ¡hin ha! hin ha!

Después empezará la gran pieza: El Robo de los Bienes de la Nación.

Francia capitalista, enorme hembra, velluda de rostro y calva de cráneo, apoltronada, de carnes fláccidas, abotargadas, blanquecinas, de ojos apagados, endormecida y bostezando, se acuesta sur un sofá de terciopelo; a sus pies, el Capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con máscara simiesca, devora mecánicamente hombres, mujeres, niños cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el ambiente; la Banca con morro de garduña, con cuerpo de hiena y manos de arpía, le sustrae prestamente las monedas de cien cuartos del bolsillos. Hordas de míseros proletarios descarnados, en harapos, escoltados de gendarmes, el sable en alto, cazados por furias hostigándolos con los látigos del hambre, traen a los pies de Francia capitalista montones de mercancías, barricas de vino, sacos de oro y de trigo. Langlois, sus calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra, el libro del presupuesto entre los dientes, se campa a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monte la guardia. Los fardos depositados, a golpe de culata y de bayoneta, hacen expulsar los obreros y abren la puerta a los industriales, a los comerciantes y a los banqueros. En desorden, se abalanzan sobre el montón, tragando cotonadas, sacos de trigo, lingotes de oro, vaciando barricas; no pudiendo más, sucios, asquerosos, se hunden en su basura y sus vómitos... Entonces el trueno estalla, la tierra se sacude y se abre, la Fatalidad histórica surge; de su pie de hierro aplasta las cabezas de los que tienen hipo, titubean, caen y ya no pueden huir, y de su larga mano tumba Francia capitalista, atolondrada y sudada de miedo.

Si, desterrando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se levantara con su fuerza terrible, no para reclamar los Derechos del Hombre, que no son sino los derechos de la explotación capitalista, no para reclamar el Derecho al trabajo, que no es sino el derecho a la miseria, pero para forjar una ley de bronce, prohibiendo a todo ser humano trabajar más de tres horas al día, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciendo de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo... ¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista una resolución viril?

¡Como Cristo, doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres, los críos del Proletariado escalan penosamente desde hace un siglo el duro calvario del dolor: desde hace un siglo, el trabajo forzado rompe sus huesos, mortifica sus carnes, atenaza sus nervios; desde hace un siglo, el hambre tuerce sus entrañas y alucina sus cerebros!... O Pereza, ten piedad de nuestra larga miseria! O Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!



 
arriba    
apéndice


Nuestros moralistas son gente bien modesta; si han inventado el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, alegrar el espíritu y entretener el buen funcionamiento de los riñones y demás órganos; quieren experimentar su uso sobre el popular in anima vili, antes de tornarlo en contra de los capitalistas, de quien tienen la misión de excusar y autorizar los vicios.

Pero, filósofos de cuatro cuartos la docena, ¿porqué maltratar os así el cerebro elucubrando una moral cuya práctica no osáis aconsejar a vuestros maestros? Vuestro dogma del trabajo, del que tanto os enorgullecéis, ¿queréis verlo ridiculizado, denostado? Abramos la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y de sus legisladores.

"No sabría afirmar, dice el padre de la historia, Heródoto, si los Griegos tienen de los Egipcios el desprecio que tienen por el trabajo, porque encuentro el mismo desprecio establecido entre los Tracios, los Escitas, los Persas, los Lidios; en una palabra porque entre la mayoría de los bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas y hasta sus hijos son vistos como los últimos de los ciudadanos... Todos los Griegos han sido criados con estos principios, particularmente los Lacedemonios." [23]
"En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles que sólo debían ocuparse de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los que sacaban su origen. Debiendo pues ser libres de todo su tiempo para vigilar, por su fuerza intelectual y corporal, los intereses de la República, encargaban los esclavos de cualquier trabajo. Así mismo en Lacedemonia, hasta las mujeres no debían ni hilar, ni tejer para no derogar su nobleza." [24]

Los Romanos no conocían sino dos oficios nobles y libres, la agricultura y las armas; todos los ciudadanos vivían por derecho a expensas del Tesoro, sin poder ser obligados de proveer a su subsistencia por ninguno de las sordidœ artes [designaban así los oficios] que pertenecían por derecho a los esclavos. Bruto, el antiguo, para levantar el pueblo, acusó sobre todo a Tarquinio, el tirano, de haber hecho de los artesanos y de los albañiles ciudadanos libres. [25]

Los filósofos antiguos discutían sobre el origen de las ideas, pero se ponían de acuerdo si se trataba de aborrecer el trabajo.

"La naturaleza, dice Platón, en su utopía social, en su República modelo, la naturaleza no ha hecho ni zapatero, ni herrador; tales ocupaciones degradan la gente que las ejercen, viles mercenarios, miserables sin nombre que son excluidos por su estado mismo de los derechos políticos. En cuanto a los mercaderes acostumbrados a mentir y a engañar, no se les sufrirá en la ciudad sino tan sólo como un mal necesario. El ciudadano que se habrá envilecido con el comercio de tienda será perseguido por ese delito. Si es convicto, será condenado a un año de cárcel. El castigo será doble a cada reincidencia." [26]

En su Económico, Jenofonte escribe:
"La gente que se dedica a los trabajos manuales no es nunca elevada a los cargos, y con razón. La mayoría, condenada a estar sentada todo el día, algunos hasta padecer un fuego continuo, no puede evitar tener el cuerpo alterado y es muy difícil que el espíritu no se resienta."

"¿Qué puede salir de honorable de una tienda? profesa Cicerón, y qué puede el comercio producir de honesto? Todo lo que se llame tienda es indigno de un hombre honesto [...], los mercaderes no pueden ganar sin mentir, y ¡qué más vergonzoso que la mentira! Entonces, se debe mirar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena y su industria; pues cualquiera que dé su trabajo por dinero se vende el mismo y se pone al nivel de los esclavos." [27]

Proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, no escucháis el lenguaje de esos filósofos, que se os esconde con celosa atención: el ciudadano que dé su trabajo por dinero se degrada al rango de los esclavos, comete un crimen, que merece años de cárcel.

La tartufería cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido esos filósofos de las Repúblicas antiguas; profesando para hombres libres, hablaban ingenuamente su pensamiento. Platón, Aristóteles, esos pensadores gigantes, a los que nuestros Cousin, nuestros Caro, nuestros Simon no pueden alcanzar el tobillo sino alzándose de puntillas, querían que los ciudadanos de sus Repúblicas ideales viviesen en el ocio más grande, pues, añadía Jenofonte, "el trabajo se lleva el tiempo y con él no hay recreación para la República y sus amigos". Según Plutarco, el gran título de Licurgo, "el más sabio de los hombres" con admiración de la posteridad, era de haber permitido el ocio para los ciudadanos de la República prohibiéndoles oficio alguno. [28]

Pero, responderán los Bastiat, Dupanloup, Beaulieu y compañía de la moral cristiana y capitalista, esos pensadores, esos filósofos preconizaban la esclavitud. – Perfecto, ¿pero podía ser de otra manera, dadas las condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas; el hombre libre tenía que consagrar su tiempo a discutir los asuntos del Estado y vigilar su defensa; los oficios eran entonces demasiado primitivos y demasiado groseros para que, practicándolos, se pudiera ejerce el oficio de soldado y de ciudadano; con el fin de tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y los legisladores debían tolerar los esclavos en las Repúblicas heroicas. – Pero los moralistas y los economistas del capitalismo ¿no preconizan el salariado, la esclavitud moderna? y a qué hombres la esclavitud capitalista causa placeres? – A los Rothschild, a los Schneider, a los Boucicaut, inútiles y nocivos esclavos de sus vicios y de sus sirvientes.

"El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Pitágoras y de Aristóteles", se ha escrito desdeñosamente; y sin embargo Aristóteles preveía que "si cada herramienta pudiese ejecutar sin intimación, o por el mismo, su función propia, como las obras maestras de Dédalo se movían por ellas mismas, o como los trípodes de Vulcano se ponían espontáneamente a su sagrado trabajo; si, por ejemplo, las lanzaderas de los tejedores tejieran por ellas mismas, el jefe de taller ya no necesitaría de ayuda, ni el maestro de esclavos".

El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, con miembros de acero, incansables, con maravillosa fecundidad, inagotables, cumplen dócilmente por ellas mismas su sagrado trabajo; y sin embargo el genio de los grandes filósofos del capitalismo queda dominado por el prejuicio del salariado, la peor de las esclavitudes. No entienden todavía que la máquina es el redentor de la humanidad, el Dios que salvará el hombre de las sordidœ artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará ocio y libertad.
 
 
 
arriba  
 
 
   
 
 
notas


#. Texto de Paul Lafargue. La Refutación del derecho al trabajo editada origalmente en 1848 fue reeditada con algunas notas adicionales y publicada en L'Égalité Hebdomadaire de 1880, segunda serie.


1. Descartes, Les Passions de l'âme [Las Pasiones del alma].
2. Doctor Beddoe, Memoirs of the Anthropological Society [Memorias de la Sociedad Antropológica]; Charles Darwin, Descent of Man [Descendencia del Hombre].
3. Los exploradores europeos se detenían extrañados ante la belleza física y orgulloso porte de los hombres de los pueblos primitivos, no mancillados por lo que Pæppig llamaba el "soplo envenenado de la civilización". Hablando de los aborígenes de las islas de Oceanía, lord George Campbell escribió: "no hay pueblo en el mundo que sorprenda tanto a primera vista. Su piel lisa y con un tinte de color levemente cobre, sus cabellos dorados y ensortijados, su bella y feliz figura, en una sola palabra toda su persona, formaba una nueva y espléndida muestra del genus homo; su apariencia física daba la impresión de una raza superior a la nuestra." Los civilizados de la antigua Roma, los César, los Tácito, contemplaban con la misma admiración los Germanos de las tribus comunistas que invadían el Imperio romano. – Así como Tácito, Salviano, el sacerdote del siglo V, al que llamaban el "maestro de los obispos", ponía los bárbaros en ejemplo a los civilizados y a los cristianos: "Somos impúdicos en medio de los bárbaros, más castos que nosotros. Es más, los bárbaros se sienten ofendidos por nuestras impudicias, los Godos no sufren que haya entre ellos despedidos de su nación; sólo entre ellos, por el triste privilegio de su nacionalidad y de su nombre, los Romanos tienen derecho a ser impuros. [La pederastia era entonces muy de moda entre paganos y cristianos...] Los oprimidos se van donde los bárbaros a buscar humanidad y cobijo." [De Gubernatione Dei] La vieja civilización y el cristianismo envejece y la moderna civilización capitalista corrompen los salvajes del nuevo mundo.
El Sr. F. Le Play, del que se debe reconocer el talento de observación, cuando mismo se rechace sus conclusiones sociológicas, marcadas de prudhommismo filantrópico y cristiano, dice en su libro Los Obreros europeos [1885]: "La propensión de los Bachkirs por la pereza [los Bachkirs son los pastores semi-nómadas de la vertiente asiática de los Urales]; las diversiones de la vida nómada, las costumbres de meditación que hacen nacer en los individuos los más dotados comunican a menudo a estos una distinción de maneras, una fineza de inteligencia y de juicio que se encuentran raramente al mismo nivel social en una civilización más desarrollada... Lo que más les repugna, son los trabajos agrícolas; hacen cualquier cosa antes que de aceptar el oficio de agricultor." La agricultura es, de hecho, la primera manifestación del trabajo servil de la humanidad. Según la tradición bíblica, el primer criminal, Caín, es un agricultor.
4. El proverbio español dice: Descansar es salud.
5. "O Melibea, un Dios nos ha dado esta ociosidad", Virgilio, Bucólicas.
6. Evangelio según San Mateo, cap. VI.
7. En el primer congreso de beneficencia habido en Bruxelas, en 1857, uno de los más ricos manufactureros de Marquette, cerca de Lille, Sr. Scrive, a los aplausos de los miembros del congreso, contaba, con la más noble satisfacción del deber cumplido: "Hemos introducido algunos medios de distracción para los niños. Les enseñamos a cantar durante el trabajo, a contar igualmente trabajando: esto los distrae y les hace aceptar con valentía esas doce horas de trabajo que son necesarias para procurarles medios de existencia." – Doce horas de trabajo, ¡y qué trabajo! impuestas a críos que no tienen doce años! – Los materialistas añorarán siempre que no exista un infierno donde clavar esos cristianos, esos filántropos, verdugos de la infancia.
8. Discurso pronunciado en la Sociedad internacional de estudios prácticos de economía social de París, en maya de 1863, y publicado en "El Economista francés" de la misma época.
9. L.-R. Villermé, Tableau de l'état physique et moral des ouvriers dans les fabriques de coton, de laine y de soie [Descripción del estado físico y moral de los obreros en las fábricas de algodón, de lana y de seda], 1848. No era porque los Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes alsacianos eran republicanos, patriotas y filántropos protestantes que trataban de esa guisa a sus obreros; ya que Blanqui, el académico Reybaud, el prototipo de Jérôme Paturot, y Jules Simon, el maestro Jacques Politique, han constatado las mismas amenidades para la clase obrera por parte de los fabricantes muy católicos y muy monárquicos de Lille y de Lyón. Henos ahí virtudes capitalistas armonizándose a placer con todas las convicciones políticas y religiosas.
10. Los Indios de las tribus belicosas del Brasil matan a sus minusválidos y sus ancianos; dan fe de su amistad poniendo fin a una vida que ya no puede alegrarse con combates, fiestas y danzas. Todos los pueblos primitivos han entregado a los suyos esas pruebas de afecto: los Masagetos del mar Caspio [Heródoto], así como los Wens de Alemania y los Celtas de Galia. En sus iglesias de Suecia, hace poco todavía, se conservaban mazos llamados mazos familiares, que servían a librar los parientes de las tristezas de la vejez. ¡Cuán degenerados son los proletarios modernos para aceptar con paciencia las espantosas miserias del trabajo de fábrica!
11. En el Congreso industrial habido en Berlín el 21 de enero de 1879, se estimaba a 568 millones de francos la pérdida que había padecido la industria del hierro en Alemania durante la última crisis.
12. La Justice [La Justicia], del Sr. Clemenceau en su parte financiera, decía el 6 de abril de 1880: "Hemos oído sostener esta opinión que, salvo en Prusia, les trillones de la guerra de 1870 habían sido igualmente perdidos en Francia, y esto, bajo forma de créditos periódicamente emitidos para el equilibrio de presupuestos extranjeros; tal es igualmente nuestra opinión." Se estima a cinco mil millones la pérdida de capitales ingleses en los créditos a las Repúblicas de América del Sur. Los trabajadores franceses han no sólo producido los cinco mil millones pagados al Sr. Bismarck; sino que siguen sirviendo los intereses de la indemnización de guerra a los Ollivier, a los Girardin, a los Bazaine y demás portadores de títulos de renta que han traído la guerra y la derrota. Sin embargo les queda une ficha de consolación: esos trillones no ocasionarán guerra de recobro.
13. Bajo el Antiguo Régimen, las leyes de la Iglesia garantizaban a los trabajadores 90 días de descanso [52 domingos y 38 días feriados] en los cuales era estrictamente prohibido trabajar. Es el gran crimen del catolicismo, la causa principal de la irreligión de la burguesía industrial y comerciante. Cuando la Revolución, es cuanto se hizo dueña, abolió los días feriados y reemplazo la semana de siete días por la de diez. Liberó los obreros del yugo de la Iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo.
El odio contra los días feriados sólo aparece cuando la moderna burguesía industrial y comerciante toma cuerpo, entre los siglos XV y XVI. El rey Henry IV de Francia y Navarra pidió su reducción al papa; este se negó porque "una de las herejías que corren el día de hoy, es tocando las fiestas" [carta del cardenal d'Ossat]. Pero, en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió 17 en su diócesis. El protestantismo, que era la religión cristiana, acomodada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, estuvo menos preocupado por el descanso popular; destronó al cielo los santos para abolir sobre la tierra sus fiestas.
La reforma religiosa y el libre pensamiento filosófico no eran más que pretextos que permitieron a la burguesía jesuita y carroñera para escamotear los días de fiesta del pueblo.
14. Esas fiestas pantagruélicas duraban semanas. Don Rodrigo de Lara gana su novia expulsando los Moros de Calatrava la Vieja, y el Romancero narra que:
Las bodas fueron en Burgos,
Las tornabodas en Salas:
En bodas y tornabodas
Pasaron siete semanas
Tantas vienen de las gentes,
Que no caben por las plazas...
Los hombres de esas bodas de siete semanas eran los heroicos soldados de las guerras de independencia.
15. Karl Marx, Das Kapital [El Capital], libro primero, cap. XV, § 6.
16. "La proporción según la cual la población de un país es empleada como doméstica al servicio de las clases acomodadas, indica su progreso en riquesa nacional y en civilización." [R. M. Martin Ireland before and after the Union (Irlanda antes y después de la Unión), 1818.] Gambetta, que negaba la cuestión social, desde que ya no era abogado necesitado del Café Procope, quería sin duda hablar de esta clase doméstica sin tregua creciente cuando reclamaba el advenimiento de las nuevas capas sociales.
17. Dos ejemplos: el gobierno inglés, para complacer los países indios que, y a pesar de las hambrunas periódicas que devastan su país, se empeñan en cultivar la adormidera en vez del arroz o el trigo, a tenido que emprender guerras sangrientas, con el fin de imponer al gobierno chino la libre introducción del opio indio. Los salvajes de la Polinesia, a pesar de la mortandad que trajo como consecuencia, tuvieron que vestirse y emborracharse a la inglesa, para consumir los productos de las destilerías de Escocia y de los talleres de tejido de Manchester.
18. Paul Leroy-Beaulieu, La Question ouvrière au XIVe siècle [La Cuestión obrera en el siglo XIV], 1872.
19. Henos aquí, según el célebre estadístico R. Giffen, de la Oficina de estadística de Londres, el progreso creciente de la riqueza nacional de Inglaterra y de Irlanda: en 1814, era de 55 mil millones de francos; en 1865, era de 162,5 mil millones de francos, en 1875, era de 212,5 mil millones de francos.
20. Louis Reybaud, Le Coton, son régime, ses problèmes [El algodón, su régimen, sus problemas], 1863.
21. "Simulanse Curia y viven como en las Bacanales" [Juvenal].
22. Rabelais, Pantagruel, libro II, cap. LXXIV.
23. Heródoto, t. II, trad. Larcher, 1876.
24. Biot, De l'abolition de l'esclavage ancien en Occident [De la abolición de la esclavitud antigua en Occidente], 1840.
25. Tite-Live, libro primero.
26. Platón, República, libro V.
27. Cicerón, De los deberes, I, tit. II, cap. XLII.
28. Platón, República, V, y las Leyes, III; Aristóteles, Política, II y VII; Jenofonte, Económico, IV y VI;
Plutarco, Vida de Licurgo.
arriba    

 
   
             
  sansan.republic &
islands inda stream ltd
    hecho con mac
lightbox y dew
portal realizado por vidal.aguirre : sansan.republic © 2008-2016